La Pilareña: Los orígenes de este himno sonorense

17 de abril de 2022

Por Enrique Vega Galindo

La pilareña fue una mujer soldado sonorense. Su nombre: Loreto Durazo de Moreno, nativa de Óputo, Sonora (hoy Villa Hidalgo). Estuvo matrimoniada con Laureano Moreno y juntos procrearon a sus hijos: Cayetano, José, Rubén, Hortensia, Laureano, [Dolores, Heriberto, Rosaura, Gregorio y Raúl]. Doña Loreto y don Laureano fueron abuelos del reconocido historiador y cronista don Néstor Fierros Moreno, hijo de Rosaura Moreno y Emilio Fierros. Los Moreno Durazo poseían una gran extensión de terreno y bastantes cabezas de ganado, pero debido a que los empresarios políticos capitalinos se volvieron terratenientes y empezaron acosar a los pequeños rancheros, quitándoles el agua y deslindando sus terrenos bajo artimañas y corruptelas legales; entonces los Durazo Moreno se fueron a vivir a Pilares que era un pueblo minero en su mero apogeo donde había bastante trabajo y dinero.

Estas decisiones arbitrarias del político citadino —acostumbrado a la buena vida y a gastar dinero a raudales—, propiciaron la desdicha de los rancheros, hombres dedicados a vivir de su milpa, quienes nacieron arriba de un caballo y con un rifle en la mano. Al ver afectados sus intereses y el bienestar de sus familias, se volvieron guerrilleros, gavilleros, bandoleros y salteadores de caminos. Se juntaron con «Los Pateros» o mezcaleros dedicados a producir aguardiente o bacanora clandestinamente, y a quienes el Estado se los quitaba bajo la corrupta Ley de Alcoholes. De esta forma, estos acérrimos enemigos del sistema gubernamental sonorense, se armaron y organizaron mejor que cualquiera de los dos bandos en contingencia por el poder de la Presidencia de la República Mexicana.

Tendiéndole emboscadas para matar a los soldados del Ejército Nacional y a los policías pertenecientes a las recientes Acordadas o Guardias Rurales, doña Loreto se inició en Los Pilares como comerciante y fue propietaria de una gran tienda llamada La Popular, dedicada a la venta de víveres. Posteriormente se la vendió a mi abuelo, don Ramón Galindo, quien le cambió el nombre por La Sinaloense, convirtiéndose en una tienda departamental. Don Laureano era conductor de carretones de carga jalados por veinte mulas, y traía mercancías de Hermosillo y los pueblos del río Sonora.

Doña Loreto falleció a los 68 años de edad. Era una mujer extremadamente católica. Se metió de lleno a la política cuando el Estado decidió cerrar los templos católicos. Desde 1905 incursionó su vida activista revolucionaria apoyando a los líderes del movimiento huelguista de los mineros y ferrocarrileros. Fue miembro de la Unión Industrial de Trabajadores Asalariados de Cananea, sucursal Pilares de Nacozari, Sonora. Conocía perfectamente a los maderistas y militares revolucionarios.

En 1910, aunque casada y con hijos, montaba ágilmente un brioso y fino corcel obediente a la rienda, alborotando la «gallera» con su carabina 30-30 lanzando balazos al aire. Era lumbre la mujer, de esas a quienes se les ocurre apagar un incendio con gasolina.

Pilares de Nacozari fue el ombligo de la Revolución Mexicana, un pueblo politizado que puso en alto su nombre al apoyar movimientos civiles, militares y obrero-sindicales. En 1913, cuando el cuartelazo de Victoriano Huerta, los pilareños realizaban juntas secretas clandestinas. En ellas participaron: Victoriano Vidal, Ángel Galaz, Hilario Borbón, José M. Aguirre y Pedro F. Bracamonte. En 1915, organizaron el Batallón Pilares, comandados por el teniente coronel Jesús M. Aguirre. Pertenecieron al Primer Regimiento de Infantería, aportando el mayor contingente militar del distrito de Moctezuma. De todos los rincones de la sierra sonorense arribaron los montañeses más bravos que una fiera enjaulada a tronar a los corruptos usurpadores e imperialistas conservadores, políticos burgueses del sistema tradicionalista mexicano.

Obedecía la tropa militar órdenes de: Cumpas, Romualdo E. Montaño y Cayetano Villa; de Moctezuma, el prefecto Pedro F. Bracamonte y Macario Bracamonte; de Óputo, el teniente Mariano Maltiebrez; Lucas V. Vázquez de La Noria de Sherman; de Granados, el teniente Juan Manuel Arvizu; de Arizpe, Aniceto Campos. El comandante de policía de Agua Prieta, don Plutarco Elías Calles, fue nombrado por unanimidad el jefe absoluto de la Primera División del Ejército Constitucionalista de Sonora. De 1915 a 1920 no hubo quien que les ganara. Doña Loreto desde hacía tiempo atrás le traía ganas a los políticos corruptos sonorenses y quería acabarlos. Entonces el destino le sonrió y le brindó una afortunada oportunidad al cometer el Gobierno el más grave error inimaginable. Resulta que se les ocurrió a estos ingratos e ignorantes funcionarios, cerrar los templos católico bajo el pretexto de acusar a los creyentes de enemigos del sistema, dedicándose a su vez a saquearlos y destruir sus imágenes y robarse todo lo que oliera a oro, dándose por iniciada la guerra de persecución cristiana.

Para el católico o creyente su única ley es la soberanía emanada de Dios. Cosa que al Estado mexicano no le importa. El poder sonorense nunca recordó que los separatistas independientes habían nacido por las ideas clericales de 1810 de Hidalgo y Pavón, y que el Apostolado Mexicano está revestido de un poder sublime, intocable. Además de que los mexicanos aborrecen la guerra y las masacres a sangre fría.

Madero creó el Partido Católico Nacional. En 1907, Bernardo Bergoënd creó la agrupación Obreros Guadalupanos, la Liga de Estudiantes Católicos, la Asociación Católica de la Juventud Mexicana y la Orden de los Caballeros de Colón. Bernardo Reyes, la máquina lustrosa de guerra de la Secretaría de Guerra, odiaba a los jefes políticos de la nación mexicana, y era parte de la pléyade de jóvenes profesionistas católicos egresados de la Universidad Pontificia, quienes formaron la Cámara Baja apropiándose de la Suprema Corte de Justicia.

Las mujeres hermosillenses y su Club Verde no se quedaron abajo y en 1920 se agregaron a las fuerzas armadas de las Damas Católicas —y al grito de: «¡Por Dios y Por la Patria!» y «¡Viva Cristo Rey!»—, se armaron hasta las manitas, agarrando color la cosa con una balacera sin ton ni son, matando las balas todo lo que se moviera. Así, tanto el Comité Episcopal y el Estado llegaron a un acuerdo legal.

Los carrancistas y callistas eran anticlericales y odiaban a la Iglesia mexicana. Entonces, a espaldas crearon la Ley Adicional para restringir el número de sacerdotes por comunidad. Era el año de 1927, y de nuevo empezó la balacera. Las A.C.J.M. de Nacozari, Pilares y Cumpas, incitadas por el periódico de difusión regional: El Heraldo, publicación editada por Cuauhtémoc L. Terán, Pascual V. Laredo, Laureano Antúnez, Alejandro Zepeda y Alfonso Gonzales, emprendieron una campaña de concientización en contra del gobierno en el noroeste sonorense, uniéndoseles en su campaña la agrupación Obrero Mundialista, quienes fueron financiados por acaudalados católicos.

Doña Loreto en todos y cada uno de estos actos y acciones militares y políticas estuvo presente. Después de la epopeya trifulca religiosa, hizo valer el convenio jurídico entre obispos, arzobispos, gobernadores, presidentes y militares. Exigió que se cumplieran los acuerdos cabalmente y al pie de la letra. Sin duda alguna esta es otra masacre de mexicanos inexplicable y caprichuda de los representantes del sistema.

La Pilareña es una armoniosa melodía para piano, que a mediados de 1923 don Silvestre Rodríguez Olivares compuso a doña Loreto. Es una polka, un bailable norteño agradable y contagioso. Se canta, baila o declama. Esta canción inmortalizó la obra musical del maestro Rodríguez; es sin duda alguna el segundo himno sonorense después de Sonora querida. Si La Pilareña no es tocada en cualesquier evento familiar, social, educativo o cultural, hay que hacer de cuenta que la reunión no sirvió. Hasta los difuntos son despedidos con La Pilareña; esta canción nació en una banca de la plaza de Pilares de Nacozari.

En la mente de don Silvestre le pareció ver una marcha militar comandada por doña Loreto, que emocionaba a la gente pilareña al ver partir a los aguerridos soldados, que con sus cuacos bien errados, iban sonando el empedrado, con ritmo bien marcado; la banda de guerra haciendo redoblar los tambores y el clarín tocando la Marcha Dragona; la infantería gallardamente enarbolando la bandera nacional, listos a combatir la injusticia, a luchar sin tregua hasta morir. Y se dijo a sí mismo el insigne compositor: «Loreto, querida amiga mía, tendrás una canción única, que trascenderá el tiempo y el espacio; perdurará a lo largo de la historia, será un modelo de admiración y respeto, así honraremos por siempre tu nombre…».

Y así nació La Pilareña.


Acerca del autor:

Enrique Vega Galindo es sociólogo egresado de la Universidad de Autónoma de Baja California. Es historiador, escritor, investigador y cronista de Villa de Seris. Es autor del libro Pilares de Nacozari. Retrospectiva histórica y social (2000).


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