Esperanza de un pueblo minero en Sonora: Pilares de Nacozari y la crisis de 1929

25 de febrero de 2025

Por Guadalupe Soltero Contreras

Resumen: Este artículo recoge un testimonio de los efectos de la crisis económica y social de 1929 en el mineral de Pilares de Nacozari, Sonora. Ernesto Gallegos es uno de los protagonistas de esta historia.

A la memoria de don Ernesto Gallegos, quien dedicó
sus últimos años a detener el paso del tiempo en Pilares.

Para este trabajo se reunieron varias fuentes informativas con el fin de tener una mejor visión sobre las experiencias de los diferentes protagonistas del episodio de 1929. Principalmente retomamos las vivencias de Ernesto Gallegos, quien llegó a Pilares de Divisaderos, Sonora, siendo un joven de 16 años. Primero fue minero y después comisario de Pilares, cargo que se le otorgó en 1942, cuando la Moctezuma Copper Company, filial de la Phelps Dodge Corporation, estaba a punto de cerrar la fuente de trabajo de cientos de mineros. Para reflejar con mayor precisión los acontecimientos revisamos el Archivo General de la Nación, el Archivo Histórico de Sonora y el archivo de Pilares y Nacozari.

Para la realización de las entrevistas y el trabajo de archivo contamos con el apoyo de la Universidad de Sonora, institución que financió el proyecto de investigación Capital y Trabajo: un enfoque regional (1860-1930), desarrollado bajo la dirección del Dr. Juan Manuel Romero Gil. Más allá de las cordilleras azul-verde de la sierra sonorense la vida cobró un sentido distinto, un pueblo surgido de intereses económicos estadounidenses se convirtió en punto de atracción para miles de manos sudorosas y deseosas de encontrar un espacio para trabajar.

Desde su creación en 1895 Pilares de Nacozari había sido un refugio para hombres de origen campesino que llegaban de Jalisco, Nayarit, Sinaloa y Chihuahua. Otros viajaron desde los pueblos circunvecinos para dejar su huella en el tiempo, en la historia de este mineral. La decisión que tomaron los nuevos mineros les cambió la vida, se habituaron a vivir en climas extremosos, a trabajar jornadas intensas y con poca ropa, a oler y sentir el polvo, a comer nuevos alimentos, a vivir en casas compartidas y ajenas.

Durante los primeros días de septiembre de 1931 todo parecía una simple rutina, la llegada del tren era a la hora de siempre, las mercancías provenientes de Nacozari aguardaban su desembarco, pero en las plataformas venía más gente que de costumbre, sobre todo hombres solos con pocas pertenencias. No era extraño verlos bajar y preguntar por las oficinas de la Moctezuma Copper Company, tampoco era complicado darles las indicaciones, pues todos sabían dónde quedaba el lugar. Solamente tenían que caminar hacia allá, subiendo el Inclain, cerro nombrado así por los primeros estadounidenses que trabajaron en Pilares. Lo inusual era que demasiadas personas habían llegado en los últimos días. En sus caras se reflejaba la esperanza de un nuevo porvenir, acorde con la tierra que estaban pisando: los barrios El Porvenir y La Esperanza.

A estas alturas los habitantes del mineral ya estaban enterados de que los recién llegados eran obreros despedidos de las minas del estado de Arizona. La situación en aquellos centros mineros era difícil y todos los mexicanos habían sido arrojados sin ninguna consideración, abandonados a su suerte.

Para el presidente municipal, don Pedro Félix, la situación no era nada fácil, él apenas había tomado posesión de su cargo el 16 de septiembre y con ciertas dificultades estaba encauzando los destinos de Pilares.

A las preocupaciones propias de su puesto se agregaban otras. Le inquietaba la llegada de tanta gente solicitando trabajo o ayuda para comer. Esto no era sencillo de resolver, ya que en noviembre de 1930 la Moctezuma Copper Company, con el consentimiento de las autoridades federales, había reducido los salarios de los mineros de 3.25 a 2.50 pesos (“Informe del…”). El argumento para justificar esta decisión, que se manejó como una medida preventiva, fue que la baja en el precio del cobre podía traer como consecuencia el cierre de la mina. Por esa razón era seguro que ninguno de los recién llegados sería contratado. Don Pedro quizá se preguntó qué iba a hacer con ellos.

El 21 de septiembre, como cualquier otro día, los obreros se presentaron a trabajar a la hora acostumbrada para dar inicio al primer pueble. Todo siguió con su ritmo normal hasta la llegada de la tarde.

Después de la comida, Ernesto Gallegos, obrero de la mina, platicaba con sus compañeros de nivel, quienes sentados alrededor de la mesa de madera rústica hacían bromas y contaban charadas. Cuando llegó la hora de regresar al trabajo fueron interrumpidos por el capataz estadounidense, quien les dijo: Esto se acabó, dejen todo, pónganse sus ropas y váyanse a sus casas. Ante el asombro de los presentes solo quedó preguntar qué era lo que pasaba. La contestación fue determinante: La empresa cierra las minas, todos tenemos que largarnos (Entrevista).

Los mineros, acostumbrados a trabajar con poca ropa debido al calor, se vistieron rápidamente y apuraron sus pasos para tomar las camionetas de la compañía que los llevarían a la estación del ferrocarril, ubicada en El Porvenir.

En la terminal todo era caos, gritos y llantos, todos querían abordar las plataformas que los llevarían a Nacozari y de ahí tomar cada quién su camino. Varios días duraron las aglomeraciones, no era fácil transportar tanta gente en tan poco tiempo. Se escucharon exclamaciones como ésta: ¡Mándenos a comer quelites a las milpas! (Entrevista).

La Moctezuma Copper Co., en un comunicado fechado el 15 de septiembre de 1931 y firmado por el gerente general, señor P .G. Beckett, avisaba del cierre indefinido de la mina debido a la baja en el precio del cobre. Las operaciones se suspenderían el 21 del mismo mes (“Comunicado…”). La reacción de los habitantes de Pilares hace suponer que no estaban preparados para afrontar esta situación.

A pesar de que la empresa agradecía y reconocía el esfuerzo y la cooperación de sus empleados, no indemnizó a los 2,000 trabajadores, únicamente proporcionó ayuda para los gastos de viaje y el transporte de las familias (“Comunicado…”).

Ernesto Gallegos y algunos trabajadores trataron de organizarse y de luchar por un pago justo para todos los despedidos. Con ese fin se encaminaron a las oficinas del Sindicato Obrero de Pilares, pero la situación no era diferente en ese lugar, todos los presentes esperaban recoger sus pertenencias para irse del pueblo (Entrevista). El desconsuelo invadió sus mentes; solo les restaba hacer lo mismo. Presurosos se dirigieron a sus casas a enfrentar la realidad.

Con las arcas vacías, el presidente municipal poco podía hacer, sin embargo se convirtió en el intermediario entre el gobierno estatal, la empresa y los mineros: de esta forma gestionó la ayuda y la entregó a cada familia. Él tuvo que quedarse a cumplir su periodo como autoridad.

En la quietud de la noche, sentado en la orilla de su cama —hecha con cajones viejos usados para transportar pólvora y que gracias al ingenio de los mineros podían usarse como trasteros, mesas o silla—, Ernesto se quedó mirando hacia la ventana en un profundo estado de reflexión. Preguntándose una y mil veces qué era lo que tenía que hacer, recorrió con la vista cada rincón de la casa, tenía vivos los momentos que había pasado con su familia en ese lugar. Aunque la compañía era dueña de la casa, Ernesto la consideraba suya, así lo sentía ya que la renta le era descontada de su salario. Esos tres cuartos se quedarían con parte de sus vidas. En ese instante recordó cuando llegó de Divisaderos, después de la muerte de su madre. Sus deseos eran encontrar a su padre y trabajar en la mina.

No le fue difícil ingresar en la empresa, lo contrataron como tubero y aprendió rápido el oficio. Su padre, don José Gallegos, trabajaba como carpintero, herrero y músico. Los domingos tocaba con su orquesta en el quiosco del pueblo (Entrevista). Finalmente el sueño se apoderó de él y, con la ropa puesta, se quedó profundamente dormido.

A la mañana siguiente la familia Gallegos tomó la decisión de sumarse a la larga caravana que partía. Una de las opciones para salir del pueblo era abordar las plataformas del tren, otra, la contratación de arrieros. La familia Gallegos contaba con caballos y pudo llevarse sus pertenencias en el lomo de los animales.

Poco a poco fueron avanzando por las calles. Ernesto se percató de que la mayoría de las casas estaban vacías, los perros en esta ocasión no ladraron, los gallos y las gallinas que comúnmente se veían en los corrales habían desaparecido. Observó que los árboles de higo, naranja, limón y durazno se quedarían como eternos centinelas. Los jardines de las casas que en primavera se vestían con un agradable manto multicolor, ahora se marchitarían.

Mientras los caballos subían la cuesta pasaron por las oficinas de la empresa, rodearon el barrio Douglas y llegaron a la Iglesia, cuya arquitectura era de estilo estadounidense, como la mayoría de los edificios de Pilares. La campana ya no llamaría a misa los domingos, tampoco don Francisco Navarrete, párroco de Nacozari, vendría a traerles la palabra de Dios.

Adelante estaba la escuela en la que muchas generaciones habían aprendido las primeras letras. Los alumnos, divididos por sexo y edad, tenían que cubrir los cuatro años reglamentarios de estudio. Su hermano Santos le platicaba lo mucho que se divertía en la escuela jugando a la pelota con sus compañeros mientras las niñas se entretenían saltando la cuerda. Los maestros siempre fueron un buen ejemplo, cada conmemoración del 5 de mayo y del 16 de septiembre organizaban festivales, invitando a los padres de familia a presenciar lo que sus hijos habían preparado.

Grupo de la escuela de niños en Pilares de Nacozari, 1923
Grupo de la escuela de niños en Pilares de Nacozari, 1923 | Phelps Dodge Collection

Repentinamente Ernesto se acordó de su novia, su corazón enamorado se inquietó, le resultaba terrible aceptar que no la volvería a ver, era doloroso pensar que toda esta confusión la había separado de él. El destino les había jugado una mala pasada, pues habían fijado el día 21 de septiembre como la fecha para sellar su compromiso. Irónicamente ese mismo día la mina cerró y él no pudo llegar a la cita. Los padres de la novia se la llevaron lejos, muy lejos, sin saber siquiera el lugar exacto en donde vivirían. Mientras recordaba esto sacó un pañuelo blanco bordado y se lo llevó a la nariz tratando de percibir el aroma de jazmín de tan bella mujer (Entrevista). Lo guardó y continuó su camino prometiéndose conservarlo pasara lo que pasara.

Extrañaría a sus amigos; juntos habían hecho mil diabluras. Las emociones se le cruzaban rápidamente, de la nostalgia pasó a la risa. Pensó en lo divertido que era ir a la plaza Hidalgo los domingos a escuchar los acordes de la orquesta de su padre o de la Azteca del señor Moreno o de la del señor Antonio Tánori. La orquesta era un pretexto, pues en realidad él y sus amigos iban a buscar afanosamente con la mirada a las muchachas del pueblo, que orgullosas como divinas garzas, entre carcajadas, sonrojos y cuchicheos, daban vueltas y vueltas al quiosco, viéndolos de reojo de vez en cuando. Así conoció a su novia, con quien desde el principio hubo una atracción mutua, por lo que esperó la primera oportunidad para declararle su amor (Entrevista).

Ernesto tenía amigos en todos los barrios de Pilares, en Los Torreones, Agua Prieta, Puerto Dolores y Douglas. Era tan pequeño el pueblo que se podía dar el lujo de tener amistades aquí y allá. En algunas ocasiones Ernesto y sus compañeros, cobijados por las sombras de la noche, se escapaban a Olas Altas, lugar de las damas prohibidas. El sitio fue llamado así por los inmigrantes procedentes de Mazatlán. A través de las aberturas de las viejas paredes de madera, los ojos de tan inquietos muchachos presenciaban las pasiones ajenas, aguantando la respiración y la risa para no ser descubiertos.

También se acordó del cinematógrafo, este lugar era un espacio de reunión en el que entre función y función se podía encontrar a todo Pilares. El cine de aquel entonces era mudo, los jóvenes jugaban a decir en voz alta los supuestos diálogos y nunca faltaba alguien que los callara debido al ruido que hacían.

La Moctezuma Copper Co. construyó el edificio para el cine, compró el proyector, traía las películas desde Douglas, Arizona, y cobraba una módica cuota por verlas. Además edificó el Club Deportivo Pilarense, este tenía pisos de madera de la mejor calidad y grandes ventanales desde los que se podía observar el pequeño poblado (Album). El Club fue escenario de muchos eventos deportivos y culturales. Los bailes de año nuevo que se celebraban en ese lugar eran famosos por la cena que se ofrecía, por la música de las orquestas locales o de Nacozari y poque duraban hasta el amanecer, después de que los asistentes se daban el abrazo y se deseaban felicidad y bienestar. Los festejos anuales para coronar a la nueva reina de Pilares también formaron parte de las buenas épocas del club.

Además la empresa construyó una biblioteca y un salón de juegos que los mineros llenaban en sus ratos libres (Album). No había en todo Pilares un solo muchacho que no supiera jugar billar, unos a otros se enseñaban y en ocasiones hacían apuestas. Ernesto aprendió a jugar en poco tiempo porque sus amigos se encargaron de ponerlo a practicar hasta que logró su primera carambola. Otro deporte que practicaban era el béisbol, herencia de los estadounidenses. Los pilareños formaron su equipo, que frecuentemente se enfrentaba al de Nacozari y ambos daban la pelea.

Cuántas vivencias iban quedando atrás. La familia Gallegos siguió su camino aprovechando algunos momentos para comer los alimentos que había comprado en el Centro Mercantil de la Moctezuma Copper Company. La madrastra preparó unos lonches consistentes en pan untado con mantequilla americana y jamón, pero no podían faltar los burritos de frijol. La comida, que les pareció deliciosa, estuvo acompañada con agua y entre mordida y mordida recuperaron las fuerzas para seguir.

En la tienda de la compañía se podía adquirir lo más elemental para cubrir las necesidades básicas. En un principio era el único almacén que surtía a la región, aunque después llegaron otros comerciantes a hacerle la competencia, lo cual no era sencillo ya que los precios del Centro Mercantil eran más bajos (“Informe acerca…”). Los changarreros se quejaban con el presidente municipal de los precios desleales. Esta tienda era la más grande del pueblo, ahí podía encontrarse de todo, bueno, casi de todo: ropa, artículos de ferretería, perfumería, mercería, semillas, abarrotes, telas, calzado, dulces y medicinas de patente. Los habitantes de Pilares se acostumbraron a consumir en su dieta jamón, mantequilla, atún y sardinas enlatados, aceitunas, pepinillos agrios y winnies (salchichas). Los estadounidenses tenían más poder de compra, podían adquirir jaibas, ostiones ahumados, espárragos y salmón en latas. Los otros establecimientos se dedicaban a vender abarrotes y ropa. En la mente de Ernesto aparecieron los nombres de algunos de los dueños de esos establecimientos; cómo olvidarse de don Roberto Morales, de Luis G. Quintero, de origen chino, propietario de La Popular, de don Ramón Galindo, dueño de La Sinaloense, de Jesús Manteca y sobrino, de Cesáreo Cázares, de Juan Solórzano, de Inocente Huerta, de Juan Martínez y de Luis Payán (Entrevista).

Ernesto evocó el hotel chino que estaba cerca del club y al que siempre se le conoció con ese nombre, era modesto pero daba hospedaje a muchos visitantes que no podían pagar tarifas altas. Asimismo le vinieron a la mente don Francisco Trejo y su hijo, carniceros del pueblo, Rafael Figueroa y Rafael Carranza, dueños de sendas barberías, don Juan Machain y José Durán, zapateros de oficio.

Desde que se fundó la mina llegaron muchos extranjeros a Pilares, pero no todos se quedaron a vivir, algunos probaron suerte y se marcharon. Sin embargo varios estadounidenses, chinos y japoneses decidieron permanecer en el pueblo y formar sus propias colonias. Los primeros por lo general llegaban a ocupar altos cargos en la compañía, mientras que los orientales se dedicaban al comercio o a realizar tareas de apoyo para la empresa minera.

La diferencia entre los extranjeros, en relación con los niveles de vida, era notable. A los estadounidenses se les pagaba mejor, se les construía la casa y se les ofrecían todos los servicios para vivir cómodamente, en cambio los chinos y japoneses tenían que conformarse con construir sus viviendas con piedras y adobe, de la misma manera en que lo hacían aquellos trabajadores mexicanos que no alcanzaron un lugar en el conjunto habitacional de la compañía. Los asiáticos no eran bien vistos por nadie, primero porque pensaban que venían a quitarles el trabajo y segundo porque los consideraban sucios y pervertidos: no se bañaban con frecuencia y acostumbraban fumar opio. El odio llegó a tales extremos que se orquestaron campañas para exterminarlos.

A Ernesto el viaje le pareció largo y pesado, por la carga moral no quería olvidarse de nada, estaba obstinado en recordar todo, tanto amaba a su pueblo adoptivo, lugar que lo hizo madurar y aprender cosas de la vida.

Ni siquiera el cementerio pasó inadvertido, ahí estaban enterrados los seres queridos, se quedarían solos para siempre, hasta que el tiempo hiciera sus estragos. Qué injusticia, cuando murieron sus familiares sufrieron por su partida, ahora no tendrían flores, ni rezos, ni veladoras que les guiaran en el camino al cielo.

Dejar el pueblo cuando hacía apenas seis años que habían logrado la construcción del camino de terracería a Nacozari le parecía absurdo, tantos esfuerzos y gastos para nada. ¡Vaya —se consolaba—, por lo menos sirvió para la partida! ¿Pero cuántos más lo usarían para regresar? El futuro no estaba claro, nunca les dijeron si la Moctezuma Copper Company reiniciaría los trabajos.

Ernesto pensó en aquel accidente, cuando un caballo le cayó encima. Transcurrió mucho tiempo hasta que unos lugareños lo ayudaron a levantar al equino y lo trasladaron al hospital de Nacozari, ahí todo estaba limpio, en orden, las paredes pintadas de blanco, los jardines cuidados y con muchos árboles frutales. La atención que recibió lo ayudó a recuperarse y a regresar pronto a su trabajo. (Entrevista). Recordó que solo en una ocasión tuvo problemas en la mina: estaban arreglando la tubería en un nivel situado a 2,300 pies de profundidad cuando el lugar se empezó a inundar, pero no con agua de las mangueras sino de una corriente subterránea que comenzó a salir con gran fuerza. Los instrumentos de trabajo así como las vestimentas fueron arrastrados en la confusión, a ellos los salvó la jaula que enviaron de los niveles más altos porque pudieron salir justo antes de que el lugar quedara totalmente inundado (Entrevista).

El viaje a Cumpas, Sonora, duró un día completo, los integrantes de la familia Gallegos llegaron cansados, sucios y somnolientos a la casa de una parienta. Se bañaron, cenaron y se dispusieron a dormir.

En ese lugar aprendió a trabajar la tierra, a hacerla producir, a vivir en el exilio. Sin embargo los recuerdos permanecieron por muchos años y la esperanza de regresar nunca murió, siempre estuvo presente. Ernesto estaba seguro de que si la Moctezuma Copper Co. iniciaba operaciones otra vez él estaría ahí tan pronto como se enterara, a pesar de que para la empresa hubiera sido tan sólo el número 11,910 (Entrevista).

Tuvieron que pasar seis largos años para que Ernesto viera realizado su sueño. La compañía volvió a operar y él regresó a trabajar como minero, a formar una familia propia y a tener una casa: se quedaría en Pilares hasta que el último latido de su corazón dejara de escucharse.

Bibliografía

1927 Album conmemorativo El Progreso, Nacozari, septiembre 27.

Documentos

“Comunicado de la Moctezuma Copper Co.”, septiembre de 1931. Archivo Municipal de Nacozari, sin clasificar.
“Informe acerca de los Departamentos Mercantiles de las Compañías Mineras del Noroeste del Estado”, AGN, Caja 1156, Exp. 16, folio 4.
“Informe del Inspector Federal del Trabajo”, 15 de enero de 1931.
Entrevista a don Ernesto Gallegos, agosto de 1990.


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