Dos hermanos fusilados por asesinar a su padre en Nacozari (1931)

27 de octubre de 2023

Por Ireneo S. Michel

“…dieron muerte al padre a leñazos en el lugar llamado La Piedrera, en las inmediaciones de Nacozari de García. Le hicieron pedazos la cabeza … y después enterraron el cuerpo, casi a flor de tierra”.

Todos los recursos esgrimidos ante los altos y bajos tribunales de nada sirvieron en el caso de Jesús Morales y su hermano Francisco Morales, quienes han pagado con sus vidas en el paredón de la penitenciaría la muerte de su padre, acaecida en La Piedrera, en las cercanías de Nacozari de García el año de 1928, siendo el hecho muy sonado y comentado por la prensa del país y del extranjero, donde ampliamente trataron el crimen.

La muerte estaba próxima a ellos y nunca supieron inmutarse, porque consideraron siempre que la suerte la tenían echada. Francisco, el menor de los ajusticiados, fue más estoico al morir, y en una de sus pláticas con los demás presidiarios y ademas paisanos, porque eran de Cumpas, dijo que si él hubiera dicho la verdad, tal vez se hubiera salvado del fusilamiento, pero que sostenía en un todo lo dicho en su primera declaración, y era por ello que marchaba tranquilo a la muerte.

Los tribunales fallaron en contra de los parricidas Morales. La suerte les fue adversa siempre y el mismo Francisco decía a su hermano que salía sobrando escribir más peticiones y seguir gastando más papel, ya que de todas maneras los iban a fusilar.

En una de las muchas peticiones que elevaron, solicitaron del Congreso del Estado el indulto, pero el cuerpo legislativo falló en su contra; únicamente el diputado Frisby, su paisano, se reservó dar su voto, porque acababa de llegar del norte del estado, a donde había ido a una comisión y desconocía el expediente que se estaba formando, según dijo en ese entonces.

Los momentos de la doble ejecución en la prisión de Hermosillo

El 5 de diciembre de 1931, un sinnúmero de curiosos asistió a al ejecución, disgustando esta manifestación de curiosidad a uno de los periódicos locales porque el Código Penal, en su artículo 80, en su parte resolutiva, dice terminantemente que «únicamente las autoridades competentes y las personas conectadas con estas —se entiende que los periodistas—, pueden presenciar actos como este». En tratándose de reos federales es y son públicas las ejecuciones.

A las cinco de la mañana, hora señalada para ajusticiar a los parricidas, el alcalde de la penitenciaría, Julio Arabiza, acompañado de un carcelero, fue a la celda donde se encontraban los sentenciados, quienes ya estaban listos para marchar al paredón trágico. Habían dormido bien, según dijeron sus custodios y a tempranas horas habían estado tan animados, que entonaron la canción Indita mía.

El alcalde habló con los presos: Francisco —dijo—, «a mí mero» —contestó el sentenciado adelantándose. Los soldados pretendieron amarrarlo de los brazos por la espalda a lo que este se negó, diciendo: «Pa’ qué, al cabo ya nos van a tronar».

Estaban presentes en el momento del fusilamiento las autoridades competentes: el juez de primera instancia en representación del de Cumpas, don Ignacio A. Navarro; el agente del Ministerio Público del fuero común, Francisco A. López; el empleado de la Procuraduría General de Justicia, Francisco C. Medina; el alcalde de la prisión, Julio Arabiza, acompañado de los carceleros y algunas otras personas más.

Había algunos representantes de la prensa, incluyendo el corresponsal de los periódicos Lozano.

Algunas personas pretendieron entrar al recinto penitenciario, diciéndose reporteros o pretextando otros cargos, siéndoles negada la entrada.

Algunos curiosos, sin embargo, habían logrado entrar a presenciar el fusilamiento, valiéndose de órdenes firmadas por altos empleados del gobierno, cosa que prohíbe nuestro Código, porque las ejecuciones de reos civiles deben ser en privado.

A los parricidas se les colocó de espaldas al paredón a donde fueron llevados por dos grupos de soldados.

Francisco pidió permiso para hablar unas cuantas palabras. Esto le fue concedido y pidió nada más que trataran bien a su hermano José, a quien cariñosamente llamaban ellos y sus demás compañeros de prisión «Campirano».

«Trata bien a Campirano. Quítalo de esa celda donde están sus compañeros y ponlo en otra; es un muchacho inexperto, no vaya a ser que le peguen, está débil, cuídalo».

Las palabras las decía Francisco fuertemente y sin intimidarse. Jesús, el otro hermano parricida, era reservado hasta el exceso y sentía al morir tener que abandonar a dos hijos pequeños en Esqueda, donde se hayan al lado de la que fuera su mujer.

Los reos iban vestidos con la indumentaria del presidio: camisa y pantalón a rayas. No modificaron su indumentaria y se encontraban descalzos.

El pelotón ejecutor se formó frente a los condenados y el oficial dejó oír su voz vigorosa: «¡Preparen, apunten, fuego!» Cayeron los dos cuerpos exánimes. Francisco murió instantáneamente. Su hermano Jesús, en cambio, tuvo una muerte dura, porque tuvieron que aplicarle cuatro tiros de gracia a fin de terminar con su vida. El doctor Quiroga, médico legista, declaró muertos a los reos.

La madre y la tragedia en torno a ella

En declaraciones que dieron los ajusticiados asentaron que siempre el padre mostró en los últimos diez años que estuvo con ellos, muy mala disposición para con su madre. Siempre que tenía oportunidad, viéndola en la calle la maltrataba o la golpeaba; que ellos la sostenían y no había razón para que aconteciera esto a cada momento.

El padre tenía celos de la pobre mujer, enjuta y cansada, y se decía que vivía con otro hombre. Quien sabe hasta qué punto sea cierto esto. Lo que sí es un hecho es que los muchachos, cansados de esta vida, dieron muerte al padre a leñazos en el lugar llamado La Piedrera, en las inmediaciones de Nacozari de García. Le hicieron pedazos la cabeza, hasta hacer saltar los sesos y después enterraron el cuerpo, casi a flor de tierra. Un individuo, días después, descubrió el cadáver y dio parte a las autoridades.

Habían pasado ya algunos meses hasta que el menor de los hijos, José, sentenciado a siete años de prisión —muchacho que a lo sumo cuenta con 18 años de edad o quizás menos—, encubría el caso, pero veladamente dio a conocer algo que sirvió para la detención de sus hermanos mayores.

Pero ahora todo pasó y solo queda en la prisión el hermano menor de ellos, José, el «Campirano», que oyó las descargas de la fusilería que arrancaron la vida a sus hermanos mayores y que purga en ese mismo recinto una sentencia de siete años y siete meses de prisión como encubridor de la muerte de su padre.

Se dice que este muchacho se encuentra como trastornado y que a duras penas puede pasar alimentos.

Texto publicado en el periódico La Opinión el 10 de noviembre de 1931
Año VI, Número 56
Los Ángeles, California, EE. UU.


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