Así fue la campaña del gobernador Adolfo de la Huerta en Nacozari de García

20 de agosto de 2024

Por Adolfo de la Huerta

“…fui a pedir un cuarto al hotel que era propiedad de la compañía minera y me lo negaron”.

Aproximadamente en febrero o marzo de 1919 me trasladé a Nacozari, donde los obreros ya me habían advertido que debería considerarme en territorio enemigo, pues como los capitalistas de Cananea no querían que yo llegara al gobierno en vista de las leyes progresistas que había dictado durante mi interinato, estaban dispuestos a estorbarme todo lo que pudieran.

Las empresas mineras veían pues con malos ojos mi candidatura y la de Cananea cerró la negociación, probablemente para cegar aquella fuente de propaganda que había en mi favor entre todos los trabajadores. Quizá pensaron que si contaban con elementos económicos podían servirme y que quitándoles el trabajo suprimirían su apoyo en mi favor. Resultó todo lo contrario, porque ya sin trabajo en Cananea, los obreros se desparramaron por todo el Estado, y en todas partes me encontraba yo partidarios de aquel mineral que andaban en gira de propaganda en carretas y carretones por todos los caminos; y en todas partes los recibían bien y les proporcionaban alimentos. Eran por centenares los propagandistas trabajadores de Cananea; seis u ocho mil que quedaron libres para llevar a cabo aquella propaganda cuando la compañía cerró sus puertas y los dejó sin trabajo. De manera que la maniobra les resultó contraproducente.

Nacozari no cerró, pero sí públicamente decía la empresa a sus amigos que no debían votar por mí porque probablemente ellos cerrarían la negociación y ya no tendrían trabajo.

Hablé en Nacozari primeramente. Tomaron notas los taquígrafos de las compañías y, naturalmente, al leer mis discursos a los empresarios y directores, deben haber manifestado su reprobación.

Hay que hacer constar este dato curioso: fui a pedir un cuarto al hotel que era propiedad de la compañía minera y me lo negaron; pero una señorita profesora americana que estaba allí, me dijo: “Señor De la Huerta, acabo de oír lo incorrecto que son con usted los de la negociación. Tiene usted mi cuarto a sus órdenes; yo me voy con una amiga”. Le di las gracias y por darle en la cabeza a la compañía lo utilicé solo para asearme y darme un baño. Bajé luego a desayunar; me sirvieron de mal modo y allí encontré en copas, después de una parranda de toda la noche, a Rafael Gavilondo; millonario del norte; buen amigo en lo personal, quien me dijo:

—No, hombre, si aquí no te queremos. Tus teorías no van de acuerdo con el progreso del Estado, son disolventes. Y realmente lo sentimos por tratarse de ti que vienes tomando esas tendencias. Toda la gente bien de Sonora está en contra de esas ideas.

—Sí —le respondí—, es natural. Los hombres de dinero, los hombres que han estado gozando de privilegios, tienen que ver como una amenaza la política que yo inicié en mi pasada actuación y que temen que hoy vuelva a continuar, como efectivamente lo haré.

—Sí, ya leí tu programa de gobierno que es tremendo. Parece que vienes todavía más afilado. —Todo aquello dicho en medio del atarantamiento de la cruda.

—Bueno, y hasta eso —continuó— que todos reconocemos que eres hombre honrado, que eres hombre sincero, que eres un hombre de bien y por eso te queremos personalmente y te tememos como autoridad.

—Y mira: dentro de ese cariño que como amigo te tengo, va este regalo.

Y me ofreció una lámpara eléctrica de mano, de esas niqueladas y largas como de un pie con tres elementos y tres bulbos.

—Te la doy —me dijo —para que te salve la vida.

—¿Y por qué se te ocurre eso? —pregunté.

—Ya verás… —Y no dijo más pues ya con las copas que se había tomado para “curarse la cruda” le hicieron efecto.

Yo no hice caso de aquella vaga predicción; consideré que eran “puntadas de borracho”, pero de todos modos agradecí el obsequio y encargué a alguno de mis acompañantes que me lo guardara.

La emprendimos para Pilares de Nacozari, que está cercano. Para ir de Pilares a Nacozari puede usarse una carretilla de cable, una especie de funicular primitivo en el cual una ruptura del cable sería sin duda mortal.

Cuando yo me dirigía a aquella carretilla, me dijeron mis acompañantes que era mucho arriesgar pues creían que alguna maniobra se había llevado a cabo en los cables, algo se había visto o sabido y no debíamos utilizar tal medio de transporte. Me sugerían que diéramos un largo rodeo. Yo pregunté si no había otro camino más corto y se me informó que solamente el del túnel. Se trataba de un túnel horadado especialmente para dar paso a las vagonetas que, cargadas de mineral, eran remolcadas por una pequeña locomotora. Pero el túnel es tan estrecho que apenas libran los bordes de las vagonetas y cuando estas van cargadas de metal, el espacio libre es aún menor. No dejan sitio para que una persona pueda escapar de ser aplastada. Se decía que alguna vez un hombre se libró de ser muerto arrojándose al suelo y casi sumergiéndose en un charco de agua, en cuya posición apenas pudo conseguir que el convoy pasara rozándole. Y el túnel tenía aproximadamente unos cuatro kilómetros de extensión. Escogí aquel camino; íbamos Mario Hernández, Luis Montes de Oca, Pedro Rodríguez Sotomayor, Alfonso Leyva, Benito Peraza y un obrero de Cananea de apellido García.

Había terminado de pronunciar mi discurso que fue tomado por los taquígrafos. Dos había pronunciado: uno en el Centro Obrero y el otro en la plaza para el público en general. Habían sido bravos, atrevidos y los habían estado transmitiendo por teléfono a la compañía.

Cuando después de terminado el mitin resolví utilizar el camino del túnel, dije a Pedro Rodríguez Sotomayor, que era profesor:

—Oiga, Pedrito: hágame favor de ir allá, donde están despachando los trenes, para decirles que no vayan a mandar ninguno porque vamos a pasar caminando por el túnel. Fue, regresó y me dijo que había cumplido con el encargo. Y así ya nos fuimos tranquilamente por el túnel. Pero cuando íbamos como a las dos terceras partes, vimos que la boca hacia donde nos dirigíamos, ¡SE TAPABA!

Era un tren cargado de metal que nos habían echado y, para colmo de desgracia, no venía con la máquina a la cabeza del convoy, sino que las vagonetas cargadas de mineral venían por delante.

Tratamos de advertir al personal del tren por medio de gritos, pero parecía que la voz no corría y comprendíamos que era casi imposible que el maquinista allá al final, pudiera oír nuestros gritos distantes por sobre el ruido del convoy.

En la obscuridad sentíamos que el tren se nos acercaba cada vez más y que nos aplastaría antes de que nadie se diera cuenta de ello. Entonces, providencialmente, me acordé de la lámpara eléctrica que me había regalado Gavilondo, que traía aquel obrero García. Le grité:

—¡García! ¡García! ¡La lámpara! ¡Encienda la lámpara!

García encendió la lámpara y a poco sentimos que el tren disminuía su marcha. Un garrotero que venía en la vagoneta del frente y que se comunicaba mediante tirones a una cuerda que llegaba hasta la máquina, había visto la luz e indicado al maquinista que había que detener el convoy.

Después, y en la imposibilidad de explicar al maquinista la situación, nos prendimos como pudimos de las vagonetas cargadas de metal, con riesgo de caer y ser aplastados y en esa forma fuimos devueltos a la entrada del túnel, pues el maquinista siguió su recorrido normal.

Cuando salimos a la luz del día y aquel maquinista se dio cuenta de la gravedad de lo sucedido, casi quería pegarme de indignación. Resultó ser uno de mis más entusiastas partidarios y la idea de que estuvo a punto de causar nuestra muerte le trastornaba.

El mismo atribulado maquinista nos arregló ya un pequeño convoy y en él cruzamos de regreso llegando a Nacozari donde Morales, que era el nombre de aquel maquinista, se despidió de nosotros todavía mascullando protestas por nuestra imprudencia.

Tomado del libro Memorias de don Adolfo de la Huerta. Según su propio dictado.
Transcripción y comentarios del Lic. Roberto Guzmán Esparza, México, D.F., 1957.


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