A Jesús García, el mártir del deber

22 de mayo de 2022

Prof. Aureliano Corral Delgado
Noviembre de 1953

Las gestas heroicas que registra la historia de la humanidad han tenido siempre origen en un sentimiento del alma, bueno o malo, frívolo o ambicioso, pero al fin y al cabo, un sentimiento íntimo que, como poderoso generador, ha impulsado a los hombres a lanzarse a la conquista de la victoria o a internarse en los profundos abismos del arcano.

Napoleón fue a recoger los laureles del triunfo en los campos sangrientos de Austerlitz y de Marengo; el impetuoso Cortez sometió al orgulloso imperio mexicano; Cervantes y Shakespeare vaciaron su ingenio en obras impártales; lo sabios Lister y Newton, Kepler y Fleming dieron nuevos rumbos y acertadas soluciones a problemas misteriosos que revolucionaron la ciencia. Para todos ellos llevaban en la mente el fulgor de la esperanza, el incentivo de la fama, la convicción de que su genio u osadía merecerían el reconocimiento universal.

El caso de Jesús García, titán sonorense, es bien distinto. Nuestro humilde y glorioso obrero es símbolo de la augusta majestad del sacrificio. Él también se introdujo entre los pliegues de la inmortalidad, pero por otros senderos no menos relevantes. Jesús García, al realizar su hazaña, no iba impregnado de la euforia que da el amor; no conocía los trofeos y oropeles que la audacia otorga; no tenía preconcebido el fruto codicioso que brindan las victorias. Él no corrió a entregarse en aras de la muerte a sabiendas de que su fama inundaría todos los espacios siderales.

Jesús García fue un maquinista ferroviario cuyo uniforme proletario escondía una alma inflamada de generosidad sin límites. Él, sin arrendarse ante el peligro y sin reparar en el horrible fin que inminente le esperaba, resuelto se lanzó a enfrentarse a los signos inoperables del destino.

Con igual y temerario arrojo, con esa decisión que solo es propia de los predestinados de la gloria, ocupó en la caseta de su máquina el trono monumental que la historia le tenía deparado, y guiándoselo por el motor que agitaba en su alma, condujo la infernal serpiente hasta linderos apartados del pueblo de Nacozari.

Y llegó el momento de la tragedia con perfiles de epopeya. Se produjo la horrísona explosión cual si brotara de las entrañas mismas de la tierra, y su eco, recorrido los rincones todos de la atmósfera, con dantesca furia lanzaba fúnebres rapsodias.

El espanto que al principio dibujose en el rostro austero de aquel pueblo curtido de las vicisitudes de la vida, bien pronto se tornó en hondas manifestaciones de dolor. Del escalofriante espasmo de la hecatombe pasó a los dramáticos arrebatos de amargura; y un pueblo entero que logró subsistir por el arrojo de su espíritu gigante, por la nobleza de unas manos encallecidas por el trabajo, por la hombría de un ente que hacía renunciación total a todo lo que amaba sobre la tierra, postrose ante los mortales despojos de un héroe que había saltado de la obscuridad anónima hasta los riscos supremos de la inmortalidad.

Todo un pueblo había logrado eludir a las acechanzas de una muerte espantosa. Y ese pueblo laborioso y justiciero, antes enmudecido por el taladro de la sorpresa, después exaltado hasta el paroxismo de la admiración y hoy saturado con la miel inefable del agradecimiento más puro, no ha olvidado jamás, ni olvidará nunca la portentosa hazaña de su nunca bien llorado mártir del deber.

Así como el pueblo de Nacozari y como el pueblo de Sonora, la nación entera y los humanos vivientes en los ámbitos todos del planeta se postran también de hinojos ante la tumba del héroe inmortal para rendir profundas manifestaciones de reconocimiento a su acción gloriosa.

Hoy, en que va tomando inusitado incremento el materialismo en odioso contubernio con la barbarie; hoy en que los valores morales van cediendo paulatinamente ante el empuje bestial del tiburón de las finanzas, existen todavía corazones ardientes, almas henchidas de apasionada espiritualidad que experimentan la emoción que produce el sacrificio y que sienten en su pecho la llama inextinguible de la gratitud. Es por eso, porque en nuestro pueblo no se apaga la antorcha luminosa que con vivos fulgores ilumina la senda del deber y que con tórridos efluvios dilata la roja sangre de nuestras venas y hace vibrar de luz, de fuego y de amor hasta lo más profundo de nuestro ser, que perdura el recuerdo, que criese la admiración y que continúa enhiesta la lámpara votiva de nuestra idolatría por el héroe de la humanidad.

Al cumplir cuarenta y seis años en que el deber y el sacrificio impregnaron de emoción y saturaron con prístinos aromas de heroísmo el ambiente del cielo sonorense, vuelve la figura de Jesús García a tomar grandeza de titán; torna mayor el recuerdo de su hazaña varonil, y nuestro pensamiento se retrotrae al escenario donde un día, el hermano predilecto ofrendó su vida por salvar la de todo un pueblo.

Jesús redimió a la humanidad en el calvario y con renunciación sublime inmoló su existencia para salvar al mundo del curantismo pagano. Y el mártir del Gólgota tuvo quien siguiera su ejemplo; tuvo un continuador en el Evangelio del propio sacrificio por la salvación de los demás. Jesús García fue ese predilecto hombre que, inspirado por su espíritu templado, solamente se embarcó en su barca hacia el mar inconmensurable de la eternidad.


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