La mano de Jesús García, relato de un testigo presencial del hecho
17 de mayo de 2024
Por Antonio María Elizondo
“…tenía la cara destrozada, quemada y llena de tierra. El cuerpo, aunque completo, semejaba un muñeco de trapo con las piernas y brazos descoyuntados”.
Aquella mano enguantada que jaló la palanca del regulador con un gesto heroico y altruista, es un símbolo. En su decisión se refleja la marca de una raza llena de vigor.
En su serenidad el estoicismo de quienes saben que el momento presente es quizá el mejor que se vive. Y en la constancia de su empuje, el empuje mismo de las tradiciones cristalizadas en los cinco dedos de trabajador, conscientes de un destino y de un deber. La tarde pudo ser gris, pero no su ánimo. Ante la responsabilidad de ferrocarrilero y hombre, nada significaba el temor a la muerte.
Pocas hazañas tan desinteresadas como la suya. El manómetro de la máquina destrozada marcaba ciento cuarenta libras. La presión del corazón del maquinista deshecho no puede medirse, aunque la imaginemos. La memoria del héroe de Nacozari nos está exigiendo el pequeño sacrificio diario, para compensar su eterno holocausto. Aquella mano. Aquella mano enguantada que jaló la palanca ¡Ninguna dinamita destruye a hombres como Jesús García!
En junio de 1906, llegue a Nacozari, Sonora, para trabajar en el taller mecánico de The Moctezuma Copper Company y del Ferrocarril de Nacozari, que corre de Agua Prieta al pueblo de su nombre y tiene una extensión de vía de ciento veinticuatro kilómetros. Allí conocí a Jesús García.
Nacozari está situado en el cañón del mismo nombre, en terreno muy quebrado, con extensión de un kilómetro cuadrado aproximadamente. La plaza principal y el jardín formaban el centro, y en torno de ellos se levantaban los principales edificios, como la tienda de raya y sus bodegas, el hotel Nacozari, la comisaría, una casa de huéspedes y como tres manzanas de casas de ladrillo con pequeñas habitaciones agrupadas alrededor de este núcleo urbano, el caserío que forma la población.
Junto a la plaza está la estación del Ferrocarril de Nacozari, cerca de la cual corre un río que divide en dos el patio del ferrocarril, partes que comunica un puente de fierro. Frente a la estación, en la falda del cerro que llega hasta el río, estaban la concentradora y las siguientes dependencias: oficinas generales de The Moctezuma Copper Company, del Ferrocarril de Nacozari, la casa de fuerza, planta de gas, casa redonda, almacén, carpintería, oficina de ensayos, talleres mecánicos, eléctrico y de herrería, etc.
De esta parte del patio sale la vía angosta sobre los mismos durmientes que la ancha, en parte, la cual toca algunas dependencias, especialmente el almacén en donde se efectúa el transbordo de materiales y provisiones destinadas a la estación de El Porvenir, que dista siete millas de Nacozari.
De El Porvenir a la salida se entre en un túnel y al terminar este se sube por un tiro vertical de doscientos cincuenta metros de profundidad a bordo de jaulas o calesas que funcionan con malacates. Este tiro desemboca en el pueblo de Pilares, donde residen los trabajadores de las minas.
A la vía angosta de la mina se la conoce también por “vía elevada” porque sube por la falda del cerro donde está la concentradora, tocando esta, y allí existe un cambio para seguir subiendo en dirección contraria y siempre en torno del cerro, hasta rodearlo casi para luego alejarse; pero encontrando antes otro cambio de donde sale otra vía que en dirección opuesta trepa todavía más por el cerro y está directamente comunicada con la vía de la concentradora a El Porvenir. En esta línea arranca una espuela que va montada sobre tolvas para descargar los metales que acarrea el tren de la mina a El Porvenir.
El equipo del ferrocarril de la mina se componía de dos locomotoras, números 2 y 3, quemadas de carbón. Había alrededor de veinte góndolas metaleras de compuertas laterales, de treinta toneladas, a la vez que buen número de pequeñas góndolas de lámina de fierro unas y otras de madera, de las cuales unas tenían compuertas laterales de lámina y otras armazón de fierro y madera «de maroma». De estas contaba el ferrocarril con unas cuarenta, con capacidad de cinco mil kilogramos cada una.
El servicio de la mina requería de cinco a seis viajes diarios, y una máquina bastaba para atenderlo. El maquinista era Jesús García, que tenía como fogonero a José Romero. El conductor era un alemán, Albert Biel, y los garroteros Francisco Rendón, Hipólito Soto y José Barceló.
A mediados de 1907, la Moctezuma Copper Company, ocupaba buen número de personal extraordinario en las obras de planificación y construcción de una nueva concentradora más grande, y una casa de fuerza más moderna en lugares distintos, más retirados de la población. A la vez se reforzaba la vía, cambiando durmientes y riel para usar locomotoras de mayor potencia. Empezaban apenas los trabajos y ya se advertía que la tripulación tenía bastante trabajo extraordinario con acarrear y distribuir rieles, durmientes y otros materiales.
Las cosas en este estado, llegó noviembre, y el día 2, según recuerdo, fue necesario agregar al servicio la locomotora número 2 para activar la distribución de durmiente nuevo en el trabajo en reconstrucción, utilizando como maquinista a José Romero, y como fogoneros a dos trabajadores cuyos nombres no recuerdo.
Todavía al entrar la noche, ambas locomotoras agarraban durmientes desde el patio del ferrocarril de Nacozari. Subía la número 2 con tres plataformas cayadas por la vía que rodea el cerro, cuando de repente se encontró con la número 3 que bajaba de El Porvenir, produciéndose un choque, del cual resultó lesionado Biel, el conductor, que iba sobre una de las plataformas que le cayeron varios durmientes sobre el cuerpo, lastimándole una pierna, por lo que hubo de conducírsele al hospital.
Los desperfectos de las máquinas fueron considerables, pero a los dos días pudo darse al servicio la número 2. Por la ausencia de Biel, Jesús García desempeñaba también el puesto de conductor, lo que exigía de él un esfuerzo que saltaba a la vista.
Así llegó el 7 de noviembre. Ese día Jesús hizo los viajes de costumbre en el tren, hasta el mediodía. Pero al llegar del tercer viaje, recibió orden de bajar con la máquina hasta el patio para subir algunas pequeñas góndolas cargadas con mercancías consignadas a la tienda de Pilares y especialmente dos góndolas con pólvora para la mina.
Raramente bajaba la locomotora al patio de Nacozari antes de terminar el día. En la fosa de limpia estaba una máquina del Ferrocarril de Nacozari que acababa de entrar en la que yo trabajaba, cuando se aproximó la número 2, y García, con su buen humor acostumbrado, me hizo señas para que retirara la máquina de Nacozari y poder salir por aquella vía remolcando su tren. Terminé y saqué la locomotora de vía ancha. En seguida la número 2 emprendió la subida retrocediendo y empujando cinco góndolas de las cinco toneladas, de las cuales iban junto a la locomotora las dos con cajas de pólvora blanca.
Al llegar al primer cambio de la concentradora, un americano de apellido Phelps advirtió que ardían las cajas de pólvora de una góndola. Dio aviso y el tren se detuvo buscando agua o tierra con que sofocar el fuego que aumentaba con gran prisa, pero no hubo ni una ni otra cosa. A todo esto yo estaba fuera del taller, a unos cuarenta metros del tren, y pude oír los gritos entre los garroteros y el maquinista, sin darme bien cuenta de lo que sucedía hasta que vi correr a los garroteros en distintas direcciones y a Jesús, que gritaba: «¡Déjenme solo!» Y acto continuo subió a la locomotora no sin antes uno de los garroteros desenganchase los tres carros traseros.
Jesús arrancó rápidamente con su mortífera carga, trepando por la pronunciada pendiente a toda máquina. Había de recorrer alrededor de quinientos metros hacia el cambio que daba a un escape en terreno plano. Jesús intentó, seguramente, llegar hasta allí y abandonar el tren, puesto que así el cerro cubría la parte principal del pueblo. Pero poco antes de llegar se produjo la formidable explosión, frente a un grupo de diez o doce casuchas de los peones de vía y sus familias. Los muertos fueron trece.
Al producirse la explosión, como un minuto después de haberse llevado Jesús la locomotora y el tren, todavía me encontraba fuera del taller mecánico y ahí fue arrojado a tierra junto con otro operario que pasaba, por efecto de la espantosa conmoción, cuyo estruendo ensordeció a todo el mundo y levantó un enorme remolino y espesa polvareda. Yo mismo vi cómo caían pedazos de fierro, láminas, piedras y otros materiales en un gran radio, sobre los carros y el vecindario mismo, las vidrieras de cuyas casas quedaron hechas trizas.
Un tanto repuestos, corrimos al lugar donde quedaban los restos de la locomotora, que aún ardía, por lo que nos detuvimos temerosos por algunos minutos, hasta que los ayes y lamentos de los heridos, hombres mujeres y niños que habitaban las casitas de los peones, nos hicieron irlos a auxiliar, habiendo encontrado en las inmediaciones varios cadáveres.
Poco después acudieron las autoridades. Por cierto que el comisario, al verse frente a los cadáveres destrozados, sufrió tres ataques nerviosos y al fin hubo que llevarlo a su casa.
Al identificar a los cadáveres, no podíamos encontrar al de Jesús, que no estaba cerca de la máquina. Seguimos la búsqueda y al fin descubrimos uno, por el lado del fogonero como a quince metros de la máquina, con el cuerpo horriblemente desfigurado, enredado entre los hierros de un carro de madera que estaba en la vía de cambio que conecta a la vía más alta de la concentradora.
Aquel cuerpo solo conservaba restos de ropa, los calzoncillos rotos y la camisa en jirones, pues la ropa de mezclilla había desaparecido y solo quedaban pequeños trozos de ella. Tenía la cara destrozada, quemada y llena de tierra. El cuerpo, aunque completo, semejaba un muñeco de trapo con las piernas y brazos descoyuntados.
Dos o tres personas, aparte de mi, supusieron que aquel era Jesús. A poco vi un detalle que no dejó lugar a duda: las botas cortadas de minero que conservaba puestas. Después, su familia reconoció los restos sin dificultad.
Del tren no quedó más que la caldera sobre las ruedes motrices. Las ruedas que no tienen ténder —y sobre las que iba la caseta—, se encontraron con pedazos del eje en distintos lugares de los carros circunvecinos. Las tuberías, aparatos, válvulas y demás piezas de bronce de la máquina quedaron destrozadas. Dato curioso: el manómetro de vapor, derribado del soporte, muy averiado, tenía la manecilla incrustada en la carátula, marcando exactamente ciento cuarenta libras, punto de escape de las válvulas. La cara posterior de la caldera, donde estaba la boca del fogón, quedó vencida hacia adentro. El lugar donde hicieron explosión las góndolas, fue un «corte» de piedra como de metro y medio de profundidad, que se ahondó y agrandó por la explosión, circunstancia por la cual los hierros y piedras fueron proyectadas hacia arriba. De haberse producido el siniestro en el cambio de la concentradora, en donde se advirtió el incendio y todos, a excepción de Jesús García, abandona los carros, habría arrasado el pueblo, pues los explosivos estaban frente al núcleo principal del vecindario y a muy corta distancia.
Jesús García, el bravo «rielero» que con su vida conquistó el honroso título de Héroe de Nacozari, contaba con apenas veinticinco años de edad.
Texto publicado la revista Ferronales en noviembre de 1965
Departamento de Relaciones Públicas de Ferrocarriles Nacionales de México
N.º 11, Tomo XLV
México, D.F.
© Derechos reservados por el autor